Mediodía en Puerto Noray. Los que miraban en esa dirección vieron un fogonazo que atribuyeron a un reflejo solar, luego una pequeña detonación, bam, bam, y la llamarada se hizo visible, potente, devoradora, rápida. Como si ver arder un barco fuese lo más normal del mundo, al menos en Melilla, los que estaban en el lugar del suceso no mostraron la más mínima señal de alarma. Solo se acercó al lugar la Guardia Civil, que siempre está, aunque no se la vea.
En la ciudad que pretende cerrar clínicas médicas con minucias urbanísticas, comprobamos perplejos como el Puerto Deportivo carece de personal específico para la extinción de incendios. Hay bocas de agua y extintores, pero nadie encargado de operar con ellas. Hay decenas de barcos y miles de litros de gasolina repartidos por los pantalanes. El barco ardía, como una anticipada hoguera de San Juan, junto a un vehículo allí aparcado. No hacía aire, lo que evitó la expansión de las llamas. Junto al barco ardiendo solo había otro, que no pareció resultar afectado.
Los bomberos llegaron con rapidez a la cita con el fuego, al que siempre logran dominar. El brazo automático de acceso a las instalaciones del puerto deportivo de Melilla se bajó accidentalmente, justo cuando el primer camión de bomberos se lanzaba por la carretera de acceso. No se comieron el barrote de milagro.
Lo sorprendente, lo inesperado, siempre viene en ayuda de la monotonía, en una mañana gris y plomiza de levante. En esto también ha habido suerte. Con un vendaval de poniente las hechos narrados hubiesen sido muy diferentes. Siempre parece que arder en el agua es más difícil que cualquier otra cosa, pero en nuestra ciudad nada hay imposible. Lo que parezca que no va a pasar nunca, pasa. La semana náutica está llamando a la puerta.