Fue mi profesor de Literatura en el Instituto Leopoldo Queipo, recién llegado a Melilla en 1979. En aquel entonces ya me gustaba la lectura y la literatura, pero el nivel de exigencia de José Luis Fernández de la Torre era distinto, pues te obligaba a creer en la literatura del mismo modo que él. Creo que no abrió jamás el libro de texto, sino que dictaba sus apuntes desde algún lugar de su inmensa sabiduría. A lo largo de aquel año rellenamos cientos de hojas que equivalían a su propia teoría de la literatura. En los exámenes no podía faltar nada de lo que él consideraba importante, que era todo, pero no era cuestión de repetirlo como un papagayo, porque se daba cuenta. Afortunadamente, para poder copiar al ritmo en que las frases salían de su cabeza, contábamos con la inmensa ayuda de los cigarrillos Benson & Hedges que consumía. La apertura del paquete y el encendido del cigarrillo era el instante de descanso, pero tras la primera calada y la exhalación del humo, volvía de nuevo el torrente de frases e ideas con las que abría una puerta distinta al mundo de la literatura.
En mi primer examen con él, quedó sorprendido por el enfoque que imprimí a mi redacción y recuerdo que además de felicitarme me dijo: «No le conozco, pero si sigue usted así, ya hablaremos». Seguí así en su asignatura, hablamos mucho y nos hicimos amigos. Y esta era otra característica suya, jamás rebajaba el trato de usted a sus alumnos, siempre éramos el sr. Delgado o la señorita Villalón. Sin embargo, esa distancia protocolaria no ocultaba a una persona muy cordial, afable y llena de un finísimo sentido del humor. Le apasionaban los clásicos, pero no era un mitómano. Una y otra vez me animó a participar en los concursos literarios del centro. En una ocasión, en la que me dieron el primer premio de poesía, me dijo que «eran de los mejores poemas que había leído», en otra, aunque alabó la técnica, me dijo que había sufrido un empacho de Garcilaso.
Pasado los años de Instituto y siempre que nos encontrábamos en la calle, conversábamos sobre temas variados. Le gustaba conocer de primera mano mi particular visión del mundo. Cuando le nombraron como director provincial de Cultural, me dijo que siempre que tuviese ocasión y él tiempo, me pasase por su despacho en la calle Prim, la clásica sede de Cultura en Melilla. Así lo hice y compartimos muchos agradables momentos de charla desmitificadora sobre muy diversos asuntos. En mi caso nunca pude dejar de tratarle de usted, pese a que lo prolongado de la amistad podía aconsejarlo, y él, pese a la confianza me seguía llamando sr. Delgado.
La ciudad de Melilla le acaba de dedicar una calle, y es conocido por su implicación como jurado en el premio Internacional de Poesía Ciudad de Melilla, y por su extenso análisis de la obra poética de Miguel Fernández. Para el Alminar era un seguidor desde agosto de 2013. Una vez que se marchó de la ciudad, solo volví a verle en las ocasiones en las que venía para pronunciar alguna conferencia. Sin embargo, su labor menos reconocida es la de la salvación de la iglesia del Pueblo o de la Purísima Concepción, que en 1989 se derrumbaba de modo literal. Su acción más firme como director de Cultura, fue restaurar y evitar el derrumbe del templo patronal de la ciudad.
Su obra y producción intelectual es amplia y de gran nivel. Su principal pasión era la literatura y el Quijote, cuyo gusto por su insondable lectura dejó en mí para siempre, así como el espíritu del inmortal caballero cervantino.