Decía Mariano José de Larra, insigne escritor y periodista, que escribir en España era llorar. Poco después de esa inmortal afirmación, se pegó un tiro y entró en la inmortalidad literaria. No estamos ni siquiera próximos de ese extremo, porque tampoco navegamos por las alturas de Larra. El oficio y la voluntad de escribir es muy duro. Nadie que pretenda hacerlo debe hacerlo esperando recompensa. Debe contentarse con vivir y poder contarlo, luego le alcanzará o no la gloria. Sobrevivir en el país de la envidia es una de las mayores hazañas posibles.
Si Larra se desesperó escribiendo en Madrid, no llego a imaginar qué calificativo pudiera haber escrito si hubiese desarrollado su labor en Melilla. No estamos en las circunstancias de prever cuál y cuándo será el fin del Alminar. Lo que sí estamos seguros es de que a todo lo que tiene principio le espera un final. El alfabeto griego se abre con la letra α y se cierra con la Ω. Esto compone un ciclo inexorable.
La expulsión de los moriscos en 1614 fue una catástrofe humana, social y política que se gestó desde un siglo antes. Diego Hurtado de Mendoza narró esos hechos, los de la Guerra de Granada con estas advertencias: «Es muy sabido, y muy antiguo en el mundo el odio a la verdad, y muy ordinario padecer trabajos , y contradicciones, los que las dicen, y aún más los que la escriben. De este principio nace que todos los historiadores cuerdos y prudentes emprenden los sucedido antes de sus tiempos, o guardan la publicación de los hechos presentes para siglo en que ya no vivan los de quien ha de tratar su narración».
Melilla es una ciudad de bandos. O se es del Levante o del Poniente, de la Peña Flamenca o de Los Cabales, de la Soledad de Melilla la Vieja o de la del Sagrado Corazón. Guardar un equilibrio y atravesar el acristalado prisma de la realidad sin romperlo es una misión casi imposible. Puede ocurrir, pero lo normal es que en algún momento haya que tomar partido, y esos supone quedar para siempre en un bando. Una vez escogido el campo ya no cabe marcha atrás. Hace unos meses escogí defender al Vicario de la ciudad y he quedado encuadrado entre los inquisidores del Santo Oficio.
El viaje del Alminar es comparable al de La Odisea, la obra del inmortal y del enigmático Homero, al que los historiadores calificaban como «el viejo embustero». Homero narró La Guerra de Troya y el gran viaje del zorro asturo Ulises, quién convivió y vio caer a los más grandes guerreros de la antigüedad: Aquiles, Héctor, Menelao, Agamenón, Ayax, Patroclo, Príamo, Helena, Casandra. Solo por un testigo, se han salvado para la historia todos esos grandes nombres y sus hechos. De Homero, del escritor, no se sabe nada. Quizá fuera un soldado o un escribano que participó en la guerra y allí quedó ciego y dictó sus recuerdos.
Al igual que en el caso de Ulises, pienso que estoy en la mitad del viaje, y El Alminar es el barco. El de Ulises por tondo el mundo conocido, o sea el mar Mediterráneo duró diez años. Aquí llevamos ya cinco. Hemos conocido la calma y el vendaval. Convivimos juntos a grandes nombres de hombres y de mujeres, y procuramos dar cuenta de todo. Atenea le vaticinó a Telémaco que su padre regresaría a casa, y que ese sería su triunfo. Ulises regresó a su hogar y luego desapareció de la historia para siempre. Eso es lo más difícil y es lo que esperamos alcanzar. Combatimos siempre contra Crono, el dios o demonio del tiempo.