- El Atalayón, desde Melilla
- Carlota Leret y su hija Laura
Carlota Leret O´Neill
Para el inicio de la Guerra Civil española, los sublevados eligieron Marruecos como punto de partida, pues allí estaban acantonadas el mayor número de unidades militares partidarias de los facciosos. La única Unidad de todo Marruecos que se resistió a los alzados fue la Base de Hidroaviones de El Atalayón. Las instrucciones que llevaban los sublevados eran las de sembrar el terror y eliminar a los que no pensaran como ellos.
El día 17 de julio de 1936, a las 5 de la tarde, el capitán Virgilio Leret Ruiz era el Jefe de las Fuerzas Aéreas de la Circunscripción Oriental de Marruecos. A él le correspondió comandar la defensa de la Base, en lo que fue la primera batalla de la Guerra Civil; ese fue el primer enfrentamiento que tuvieron los sublevados con una fuerza militar organizada. Después de tres horas de lucha, cuando a los aviadores se les terminaron las municiones, tuvieron que rendirse.
Virgilio Leret Ruiz había nacido en Pamplona, el 23 de agosto de 1902, en donde pasó su niñez y adolescencia; era navarro y se sentía navarro. Inició su carrera militar a los 15 años; se graduó de piloto civil y militar, y desarrolló un invento que lo convertiría en uno de los pioneros de los motores a reacción. Los sublevados, comenzando por Mola, conocían la trayectoria del Capitán Leret, que ya había dado pruebas de su lealtad a la República, y dictaron su sentencia de muerte mucho antes del golpe. No lo mataron por su resistencia en El Atalayón, sino por sus convicciones republicanas. Los jefes militares que tomaron la Base del Atalayón no tuvieron dudas ni necesitaron consultar con sus superiores; el Capitán Leret debía ser eliminado, para sembrar el pánico entre su gente y el resto de las guarniciones.
Era la media noche, y el lugar elegido fue la cancha que estaba situada detrás del Casino de oficiales. Todos los suboficiales y soldados de aviación desarmados fueron colocados rodeando ese espacio; detrás de ellos se situaron las tropas moras, con sus fusiles. Llegó el pelotón que tenía que quitarle la vida. ¡Qué impresión! ¡Eran sus soldados! Todos jóvenes de entre 17 y 20 años, pálidos, temblorosos, comandados por un suboficial para llevar a cabo el fusilamiento. El acto tenía que ser ejemplarizante; quienes lo fusilaran debían ser sus propios soldados, que tanto lo respetaban y querían.
A unos doscientos metros, en una pequeña draga anclada en la mar, se encontraban su mujer y sus dos hijas, sin imaginar el inminente asesinato de su ser querido.
Apareció el Capitán Leret, con porte distinguido y a paso firme; tenía un codo herido; su mono blanco de piloto estaba desgarrado y manchado de sangre. Lentamente se acercó a la tapia que era su lugar de destino; se dio la vuelta y se puso frente a sus hombres, que estarían a unos veinte pasos de distancia. No tenía miedo a la muerte; era su amiga; la había conocido en la guerra de África y en los accidentes aéreos que había tenido. Giró su cabeza hacia la izquierda, tratando de enviar un mensaje de amor y despedida a las tres mujeres que iba a dejar desamparadas. Levantó la cabeza y miró hacia el cielo, su espacio favorito, que había surcado tantas veces. Pronto iba a amanecer, y el enorme disco rojo lo saludaría por última vez.
El momento supremo del tránsito de la vida a la muerte se acercaba. Se escucharon las voces de mando: ¡En revista! ¡Cuatro pasos al frente! ¡Carguen! ¡Apunten!
La voz de Virgilio Leret se adelantó y gritó a sus hombres: ¡Viva la República! ¡Fuego!
Sonaron los disparos, y su cuerpo se desplomo en aquella tierra africana. El alférez que comandaba el pelotón, mientras se acercaba para darle el tiro de gracia, le decía: ¡Yo no te mato! ¡Son ellos!
Su cadáver fue arrastrado y montado en un camión, que partió hacia un lugar desconocido. Lo habían conseguido, físicamente desaparecieron su cadáver y también eliminaron la memoria de su existencia y su heroísmo.
Caracas, febrero de 2013